sábado, 22 de febrero de 2025

Los orígenes del bipartidismo español


 

Uno de los grandes males que afecta a día de hoy a la democracia española, sin duda alguna, ha sido y es la baja credibilidad de los partidos políticos, en parte por la corrupción, e institucionalización a que han sido sometidos después de 40 años de poder bipartidista entre la derecha y la izquierda moderadas (PP-PSOE), y que han derivado desde el año 2014-2015 en la aparición de movimientos políticos que han reaccionado contra esta elitización de la vida política española en la actual democracia (Podemos, Sumar, el ya desaparecido Ciudadanos, VOX, candidaturas municipales y autonómicas….).

Sin embargo, este mal, surgido directamente sobre la base del bloque bipartidista nacido de la transición, no es nuevo, para nada en la vida política española, ni lo son sus consecuencias contundentes en la institucionalidad en los dos últimos siglos.

En los turbulentos siglos XIX e inicios del siglo XX español, la constante lucha entre facciones políticas condujo a una clara inestabilidad política en el país.

Con el fin del absolutismo monárquico en 1820-1823 provisionalmente, y a partir de 1833 definitivamente, empiezan a surgir en el país infinidad de partidos y corrientes políticas que hacían ingobernable la nación, en base a constantes luchas y enfrentamientos de poder que hacen, incluso a los historiadores, difícil poder definir una línea explicativa o enumeración breve de la multiplicidad política; doceañistas, ventieañistas, moderados, progresistas, unionistas, demócratas, cimbrios, radicales, republicanos de diversa índole (unitarios, federales…), constitucionales….

Esta multiplicidad de corrientes y agrupaciones políticas diversas se hizo especialmente marcada durante el llamado sexenio revolucionario (1868-1874), en la que una llamada coalición revolucionaria liderada Serrano, Prim, Ruiz Zorilla, Rivero, Martos… desplazan del poder a la reina Isabel II y abren un periodo de 6 años caóticos con una revolución insurreccional (1868), una constitución (1869), una regencia (Serrano, 1869-70), un rey extranjero (Amadeo de Saboya, 1871-73) y una república (1873-1874).

Ello hay que sumar el ambiente radicalizado en las calles, con constantes revueltas, enfrentamientos, propaganda extremista, ataques a edificios religiosos y un fanatismo político incomparable, quizá, tan solo a los peores años del radicalismo político de los años 30, como muy bien describía y comparaba José Antonio Primo de Rivera;

“¿Es esto España? ¿Es esto el pueblo de España? Se dijera que vivimos una pesadilla o que el antiguo pueblo español (sereno, valeroso, generoso) ha sido sustituido por una plebe frenética degenerada, drogada con folletos de literatura comunista. Sólo en los peores momentos del siglo XIX conoció nuestro pueblo horas parecidas, sin la intensidad de ahora”.

Este periodo tenso e incierto, con tal cantidad de inestabilidades políticas y manejado por una amplia variedad de partidos y corrientes políticas, que se cristalizaron en la inestabilidad interna de la propia República, atacada a derecha (carlistas, monárquicos…) y a izquierda (cantonalismo, radicales…) y dividida fieramente entre federales y centralistas condujo a la clase política del país a buscar una fórmula de gobierno más estable.

Con el golpe de estado del General Pavía  en enero de 1874, se ponía fin definitivo al experimento revolucionario y republicano y se establecía una  dictadura militar liderada por el General Serrano, antiguo regente en el sexenio pero que mostraba ahora su espíritu más conservador y allanaba el terreno para una restauración de la monarquía en la figura de Alfonso XII, el hijo de la última reina Isabel.

El pronunciamiento militar liderado por Martínez Campos proclamó definitiva y formalmente el inicio del reinado de Alfonso XII entre 1874-1885. Unos once años de reinado que, pese a las turbulencias y oposiciones políticas (de la oposición carlista, republicana y socialista), gozaron de una inédita calma y estabilidad institucional y política, sin precedente en los años previos de los gobierno monárquica, en parte debido a la emergencia de un nuevo fenómeno que, con caras y nombre diferentes, en épocas alejadas y distancias ha permanecido en esencia y espíritu hasta nuestros días; el bipartidismo.

Este sistema bipartidista, en el que aún hoy seguimos viviendo casi 200 años después, se fundamentaba en el entendimiento de los dos grandes partidos oligárquicos del momento, el conservador (liderado por Antonio Cánovas del Castillo) y el liberal (de Práxedes Mateo Sagasta), en la supuesta existencia de elecciones libres, parlamentos y hasta una constitución (1876), pero todo ello irreal; un parlamento y  unas elecciones amañadas y orientadas para que salieran siempre los mismos partidos de la oligarquía, y una represión y censura contra la oposición (carlistas, republicanos, obreros…), que estaba a la orden del día.

A la cabeza de este nuevo sistema estaba especialmente el conservador malagueño Antonio Cánovas del Castillo, político e historiador (autor de unos “Apuntes para la Historia de Marruecos” y una  “Historia de la decadencia de España”), que se inicia en política, como afirma su biógrafo, el historiador Carlos Seco Serrano, de la mano del General Leopoldo O´Donell en las filas del liberalismo con su famoso “Manifiesto  de Manzanares”.

Con la caída de la monarquía, Cánovas vira al conservadurismo y será la base ideológica del bipartidismo y turismo de partido.  Es lo que se conoce como “el pucherazo” o el “caciquismo”.  Las bases de este sistema estaban en el fraude electoral de los caciques locales y estatales. Desde los grandes centros urbanos, se decidía y preparaban las próximas elecciones, dejando todo listo para que fueran amañadas convenientemente.

Ello se transmitía a los caciques locales y regionales de todo el país, que se encargaban de que los resultados planeados salieran: cambio de votos, amenazas y extorsiones, votos fraudulentos, o asignaciones aleatorias.

De esto último da cuenta en sus memorias el célebre escritor Benito Pérez Galdós, testigo y partícipe directo de esta política-ficción;

“Un amigo mío, de quien he de hablar mucho en el curso de estas Memorias, indicó a Sagasta que me sacara diputado por las Antillas. En aquellos tiempos, las elecciones en Cuba y Puerto Rico se hacían por telegramas que el Gobierno enviaba a las autoridades de las dos islas. A mí me incluyeron en el telegrama de Puerto Rico; y un día me encontré con la noticia de que era representante en Cortes, con un número enteramente fantástico de votos. Con estas y otras arbitrariedades, llegamos años después a la pérdida de las colonias”.

Ello es confirmado por su biógrafo, el catedrático y escritor Germán Gullón Palacio;

“Por mediación de un admirador, José Ferreras, Galdós acudió a visitar a Práxedes Mateo Sagasta, y decidió aceptar un acta de diputado liberal, a pesar de que admitía a la dinastía borbónica, a la que él había sido hostil.

Las ventajas económicas, el vivir de cerca los destinos de la nación, le llevaron a dejar de lado los escrúpulos primeros. Fue elegido diputado cunero, es decir, que no provenía del distrito por donde le eligieron, Guayama, Puerto Rico, isla que nunca visitó.

En el Congreso hizo numerosas amistades; entre ellas, una que duraría años fue la de Antonio Maura”.

Son, también, descritos, los defectos y abusos del sistema por el jurista e intelectual Gumersindo de Azcárate;

“¿Qué culpa tiene la teoría de que los partidos se conviertan en facciones que esclavizan a los pueblos, en vez de ser sus servidores, o en grupos, buenos tan solo para dar aliento al caudillaje?

¿Qué culpa tiene de que las elecciones se lleven a cabo bajo la égida de dos divinidades que se llaman el Cinismo y la Impudencia, y de que la vida de los Parlamentos sea un tejido de cábalas, de intrigas, de sorpresas, y de serviles complacencias?”.

Por lo tanto, la existencia de un bipartidismo político  de tipo personalista y un control económico por parte de unas pocas oligarquías, hunde sus raíces en la más cercana historia del pasado reciente español.

Si bien desde la transición española a partir de 1977 la manipulación electoral no existe (en teoría) en el actual bipartidismo, la esencia del predominio de dos grandes bloques monolíticos (más o menos hegemónicos desde la irrupción de nuevos partidos a partir de 2014-2015 pero que siguen dejando el liderazgo efectivo del gobierno nacional en ambos) para controlar la vida político-económica del país sigue intacto.

El bloque de dominio político bipartidista, oficial desde 1874, se asentó definitivamente a partir del fallecimiento del rey Alfonso XII en el Palacio de El Pardo de Madrid el 25 de noviembre de 1885 y el establecimiento de una Regencia desde 1885 y hasta la proclamación de Alfonso XIII como Rey de España en 1902.

Este bipartidismo político, nacido al calor de la restauración borbónica en 1874, y vigente hasta 1923, se interrumpió con las alteraciones políticas que vive España entre 1923-1939 (una dictadura militar sin partidos políticos entre 1923-1930, una república multi y pluripartidista entre 1931-1939 y la guerra civil) y se suprime temporalmente durante los 40 años de régimen franquista, en el que el Movimiento Nacional domina hegemónicamente un país gobernado con unas cortes orgánicas no partidarias.

Con el restablecimiento de la democracia liberal y parlamentaria en 1975 y las primeras elecciones libres en 1977, se ve la necesidad de dotar al país nuevamente de estabilidad, blindar a la nueva monarquía de fortaleza política y evitar el caos multipartidista del periodo republicano, y la enorme polarización social que surgió de él, con resultado de sobra conocido.

Para ello, se ponen las bases de un nuevo bipartidismo, heredero en espíritu y sentido del canovista, pero renovado, modernizado y actualizado.

Métodos diferentes, pero misma esencia. Y así, los partidos políticos, teóricamente rupturistas, renovados y renovadores a derecha e izquierda nacidos al calor de la explosión de libertad despertada en el país a partir de 1975 se iban estabilizando y el bloque hegemónico post-franquista de 1975 exigía dos bloques políticos grandes, moderados y al servicio del estado y de la corona.

Se buscaba, pues, la “domesticación” política de los partidos políticos para evitar un nuevo caos como el de inicios del siglo XX, y se pone en marcha rápidamente lo que el sociólogo y politólogo Robert Michels llamaba “la ley de hierro de la oligarquía”, esto es, la ausencia real de una democratización real de las instituciones políticas, la tendencia innata e inevitable a la creación de oligarquías de poder en los partidos políticos y la necesidad de un liderazgo.

Así, sería más o menos inevitable la existencia en toda democracia de un grupo hegemónico, más o menos monolítico o bipartidista, oligárquico y minoritario que gobierne y ejerza el mando por encima de la sociedad, y que guíe y lidere la sociedad, forjándose progresivamente una separación inevitable entre la oligarquía dirigente de los partidos y las masas votantes (lo que actualmente se denominaría  “la casta política”).

El propio Michels afirmaba que “la democracia tiene una preferencia típica por la solución autoritaria de cuestiones importantes”.

Y en lo relativo a las oligarquías partidarias, afirmaba que;

“Cuando los líderes, ya sea de la burguesía o clase trabajadora, se vinculan al organismo del partido, su interés coincide con el interés del partido.

El partido fue creado como un medio para lograr un fin, pero al haberse transformado en un fin en sí mismo, experimenta un distanciamiento de la clase que representa.

Los hombres que lo conducen, terminan por experimentar un distanciamiento gradual de las masas”.

Algo inevitable y hasta casi predeterminado para Michels, al afirmar que hay pueblos que “exhiben un grado notable de necesidad de que alguien señale el camino e imparta órdenes” y hasta “una predisposición psíquica a la subordinación”, no muy diferente a lo que el psicólogo Erich Fromm denomina “el miedo a la libertad”, donde establece que el hombre ha tendido históricamente a la libertad, pero que por su inseguridad rehúye de ella fortaleciendo modelo autoritarios que trata de encauzar en lo que él llamaba los «mecanismos de evasión” que eran el autoritarismo (a través de la sumisión) y en lo que Fromm llama “el conformismo compulsivo automático que prevalece en nuestra democracia”.

Una realidad perfectamente diagnosticada, que hunde sus raíces en el convulso siglo XIX y que se mantiene viva, con diferentes rostros y formas, en la realidad política española actual.



Fuentes;

-«Historia de España». Pierre Vilar.

-«Historia de España». Manuel Tuñón de Lara, Julio Valdeón, Antonio Domínguez Ortiz, Secundino 
Serrano.

-«La construcción del Régimen del 78». Guillermo Fiscer.

-“Carta a los militares de España”. José Antonio Primo de Rivera.

-“Biografía de Antonio Cánovas del Castillo”. Carlos Seco Serrano. Diccionario Biográfico R.A.H.

 -“Memorias de un desmemoriado”. Benito Pérez Galdós.

-“Biografía de Benito Pérez Galdós”. Germán Gullón Palacio. Diccionario Biográfico R.A.H.

-“El régimen parlamentario en la práctica”. Gumersindo de Azcárate.

-«Los partidos políticos”. Robert Michels.

-«El miedo a la libertad». Erich Fromm.

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