jueves, 27 de marzo de 2025

La Expedición Real

 


"Al cabo de horas continuamos nuestra marcha, pasando el Tajuña, delante de Perales, donde acampó aquella noche el cuartel general. 

El 12 reanudamos la marcha a las seis de la mañana y, al cabo de tres horas, hicimos nuestra entrada en Arganda, villa bastante considerable, a tres leguas de Madrid. 

El entusiasmo con que fuimos recibidos sobrepuja al que vimos hasta entonces. 

Estos momentos quedarán grabados eternamente en mi memoría, aunque no encuentre palabras para describirlos, porque otros recuerdos tristes van unidos con el de este espectáculo encantador. 

Cada uno de nosotros era un nuevo Mesías enviado a este pueblo, que acudía en masa disputándose el honor de alojarnos, de obsequiamos y de servirnos. 

En cada casa se había preparado un festín; en la que me cupo en suerte había cuatro jóvenes que se disputaban el cuidado de agasajarnos; no sé cuál de ellas era más bella. 

A las once entró el Rey en Arganda, llevado, por decirlo así, por el pueblo, más bien que montado en su caballo, a cuyas plantas se arrojaba la turba, cubriendo de besos las manos y los pies del Rey y humedeciéndolos con sus lágrimas de alegría. 

Las plazas y las calles estaban tan henchidas de gente que a duras penas podía abrirse paso. 

La división de Cabrera avanzó sin obstáculos y se apoderó de Vallecas, a una legua de Madrid; dos horas después el Infante montó a caballo y, seguido de un escuadrón, se lanzó al galope hacia la capital. 

En Vaciamadrid y Vallecas había ocho batallones. Nos reunimos con Cabrera en Vallecas y subimos a todo correr a una pequeña colina; entonces pudimos contemplar a nuestros pies el altivo Madrid, silencioso y triste. 

Un grito unánime, parecido al del peregrino que, después de haber errado mucho tiempo por el desierto, divisa al fin la tierra prometida, salió de nuestros pechos. 

Madrid parecía tan abandonado, tan humillado, tan poco defendido que no teníamos más que abrir sus puertas para hacernos dueños de él. 

La división de Forcadell ocupó las alturas, que forman un anfiteatro alrededor de la capital y la dominan. 

Algunos escuadrones de Cabrera avanzaron por la carretera hasta unos mil pasos de la puerta de Atocha; se hicieron dueños del puesto de la Aduana, llamado Cadena del Buen Retiro. Todo permanecía tranquilo; la puerta siguió cerrada y la ciudad como envuelta en un profundo sueño. 

El ambiente puro y en calma embellecía este cuadro grandioso encuadrado por la sierra de Guadarrama, en cuya falda el coloso de El Escorial parecía contemplar al heredero de su augusto fundador. 

De pronto los tejados y terrazas de Madrid se llenaron, no de soldados, sino de pacíficos habitantes de ambos sexos, que nos miraban con curiosidad. 

Los rayos del sol reflejaron millares de puntos brillantes que provenían de los anteojos dirigidos hacia nosotros. 

Después se armó un toldo sobre una terraza del Buen Retiro, Palacio del Emperador Carlos V, y pudimos contemplar una dama vestida de color azul celeste, que, a juzgar por su brillante cortejo, era la viuda de Fernando VII, que estaba mirando a los defensores de su real cuñado. 

Bien pronto la puerta de Alcalá se abrió; seis escuadrones de la guardia real de Isabel II salieron al paso y se colocaron entre nosotros y la ciudad; nos contemplamos tranquilamente durante un cuarto de hora, hasta que un escuadrón de granaderos de Don Carlos avanzó por la carretera aceptando el combate. 

Madrid y nuestro ejército eran espectadores de este duelo. El escuadrón del Turia, que estaba frente a la Aduana, avanzó hacia nuestros granaderos, que fueron arrollados por la violencia del choque. 

No olvidaré jamás a su coronel, que caracoleaba negligentemente delante de sus soldados; su caballo, blanco como la nieve, cayó al suelo y fué hecho prisionero con 16 saldados y un oficial; el resto volvió bridas y la puerta de Atocha fué el refugio de los fugitivos. 

A este pequeño episodio siguió un nuevo armisticio; muchos de los nuestros avanzamos hasta cincuenta pasos de los muros; algunos pepinillos silbaron en el aire, pero aguantamos a pie firme. El enemigo no nos atacaba, nosotros no avanzábamos y las horas transcurrían. 

Detuvimos un correo que enviaba la Reina a Espartero en Alcalá de Henares; una carta autógrafa de la Reina pintaba su miedo y la debilidad de Madrid, donde sólo se contaba para hacernos frente con la Milicia Nacional y seis escuadrones. 

Una turba de espías y de amigos que teníamos en Madrid nos confirmaban estas noticias, y nos participaron la agitación del pueblo, descontento de la Regencia, y el gran námero de realistas que había entre los habitantes. 

Sólo tenían un temor, y era la duda de si Carlos V tenía propósitos severos de castigo o venía con ánimo generoso de perdonar a todos; de si sus soldados entrarían en Madrid como libertadores o como vencedores.

Nada se había hecho: ninguna proclama, ninguna promesa real, que todo el mundo esperaba; ningún indicio de amnistía general venía a tranquilizar los espíritus. 

Si Carlos V hubiera empeñado su real palabra, como primer caballero del reino, nadie, ni los republicanos ni los anarquistas más exaltados, hubiera osado dudar un instante; pero, a pesar de ser una cosa tan importante, no se tuvo en cuenta. El Rey quedó en Arganda; ni siquiera vió su capital. 

Las tropas acamparon delante de Madrid; cada minuto se hacía largo como una hora, y este 12 de septiembre de 1837, que hubiera podido cambiar la faz a la mitad del mundo, tiene un lugar en la historia como ejemplo inaudito de la más amarga decepción. 

Cabrera se asemejaba a un león enfurecido y conjuraba al Infante para que ordenara el asalto sin perder momento y sin comunicarlo al Rey hasta que la villa estuviera tomada. 

Se enviaron ayudantes de campo, uno tras otro, al campo real para obtener un consentimiento tan ardientemente deseado. 

¡Por fin a las ocho de la tarde llegó la orden de retirar todas las avanzadas y de volverse a Arganda!".


"Recuerdos de la Guerra Carlista (1837-1839)". Príncipe Lichnowsky. 


 

“Pintar la agitación, el desaliento y la conmoción profunda por que pasó esta capital aquellos días sería empresa difícil. Por la Puerta de Alcalá y la de Atocha, entraban multitud de carros que conducían a la Milicia Nacional y a soldados de caballería. La alarma iba en aumento, y todos en realidad, participábamos de ella.

Era ya entonces capitán general de Madrid D. Antonio Quiroga y subí a verle. Le pregunté si era cierto que los carlistas estaban cerca de Madrid (……….).

-Hombre, ¿Cómo quiere usted que se lo diga?, me contestó enojado. No tengo otra caballería. ¡Hoy, añadió con ademán sombrío, entran los carlistas en Madrid!”


“Mis memorias íntimas”. Fernando Fernández de Córdova, Marqués de Mendigorría.



"Cuartel Real de Mondéjar, 13 de Septiembre de 1837.

—El 3 salimos de Frías , y dando vuelta a la provincia de Cuenca hasta Tarancón, llegamos el 12 a Arganda, a 4 leguas de Madrid. En el mismo día se adelantó, hasta dar vista a aquella capital, el General Cabrera con los 7000 infantes y 800 caballos. 

Dos escuadrones de la Guardia Real de Madrid, con artillería volante, quisieron cubrir la villa, pero pronto tuvieron que encerrarse en ella, dejando en poder de Cabrera, al coronel comandante de aquella fuerza y otro oficial.

Como al mismo tiempo era preciso proteger la insurrección en masa de la Alcarria, cuyos pueblos se han pronunciado con el mayor entusiasmo por sí solos en favor de la justa causa, desarmando los Milicianos Nacionales, S.M., antes de emprender una operación decisiva sobre los restos del ejército enemigo, y la Capital de la Monarquía, ha venido a esta villa. 

El entusiasmo de todos los pueblos de Castilla la Nueva, es extraordinario".


"Gaceta oficial de Oñate". 

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