Con la derrota parcial de las filas carlistas tras la firma del Convenio de Vergara en 1839 y la derrota definitiva y final de las tropas de Cabrera en 1840, el primer carlismo, dirigido por su primer pretendiente, Carlos V de Borbón, es momentáneamente derrotado.
Como toda guerra civil, y ésta lo fue, la primera guerra carlista o la guerra de los siete años, arrojó un saldo de vencedores y vencidos. Pero, a diferencia de lo que ocurrirá en el siguiente siglo XX, en este caso serán los liberales los vencedores, y sobre el tradicionalismo caerá la espada de la venganza y la derrota. La frontera francesa verá el paso de miles de exiliados ya durante el desarrollo de la guerra pero, especialmente, con la doble derrota en el frente norte y en el frente este, la definitiva.
En este caso, la historiografía española ha incidido menos que en anteriores y posteriores fugas y exilios masivos de españoles por la frontera francesa víctimas de la derrota, ya que en esas otras ocasiones, las víctimas fueron los liberales, o los republicanos.
Con una etiqueta de causa más justa, su derrota y exilio son recordados durante los siglos XIX y XX, pero se olvida, a menudo, cuando los que impusieron esa derrota fueron esos mismos liberales a otros españoles, en este caso, los tradicionalistas.
Como vimos anteriormente, con el estallido de la guerra carlista tras la proclamación de Carlos V, el hermano del Rey Fernando en 1833, da inicio la guerra carlista.
Si bien esta guerra se inicia de una forma ambigua para los contendientes e incluso en cierta manera favorable, con las victorias carlistas del general carlista Tomás de Zumalacárregui en el frente norte entre 1833-1835, el fracaso pero valiente y osado asedio carlista a la capital vasca de Bilbao, los primeros grandes éxitos de los sublevados dirigidos por el militar y guerrillero carlista Ramón Cabrera en la zona rural del Maestrazgo, Aragón y Valencia, y las grandes ofensivas carlistas en forma de expedición de los años 1836 y 1837, cuando se inicia la llamada “época de las expediciones”, la de Gómez y la Real, se inician apenas dos años de repliegue progresivo hacia el norte, nuevamente, y el grueso del ejército carlista vuelve a quedar encerrado a sus primeros bastiones vasco-navarros y levantinos.
El resultado inevitable de ello fue una escalada de derrotas y deserciones, unido al factor de la emergente figura del militar liberal y gubernamental Baldomero Espartero, Príncipe de Vergara, verdadero azote militar de los carlistas que consigue; frenar el asedio carlista de Bilbao, frenar el avance de la Expedición Real a Madrid, ir, poco a poco conquistando y recuperando posiciones en el norte, conseguir, de manos del general carlista Rafael Maroto, la rendición definitiva del ejército carlista en el norte en el famoso Abrazo de Vergara en 1839 con el consiguiente exilio del pretendiente Carlos V y el grueso de las tropas carlistas y, finalmente, la derrota total de las tropas carlistas de Ramón Cabrera en el levante en 1840.
1) La prensa; eco de la guerra
Junto a las memorias de los implicados y los estudios de historiadores e investigadores, la prensa de la época es el mejor reflejo de cómo se vio y se vivió la derrota del carlismo en 1839-1840, con las derrotas de Vergara y Cabrera y el triunfo final de las tropas de Espartero.
Ya al final de la guerra en el norte y la casi finalización de ésta a excepción de las tropas de Cabrera, se refería en una Sesión Regia del Congreso de los Diputados la Reina Gobernadora, el domingo 1 de septiembre de 1839;
“La guerra se encuentra en el mejor estado. El enemigo, dividido entre sí, y reducido a sus naturales atrincheramientos, ha perdido una gran parte del territorio que por mucho tiempo había dominado, y del que sacaba en abundancia hombres y recursos.
Las bandas rebeldes que infestaban otras provincias no han prosperado o han sido exterminadas, renaciendo por lo tanto la tranquilidad y la confianza de los pueblos”.
Con igual contundencia sobre la derrota del “enemigo” carlista se refería la prensa. Así lo refleja el diario moderado-cristino El Correo Nacional que, en su edición del martes, 7 de julio de 1840, afirmaba;
“El correo anterior manifesté el estado que entonces tenía la facción capitaneada por Balmaseda, cuyos restos suponía habrían pasado al alto Aragón. No fue así, pues habiéndose internado más en la montaña, pasaron a Francia, habiendo dejado millares de dispersos y presentados en todo Navarra: ya hemos visto pasar centenares a sus casas.
Difícil era creer que una campaña de solo ocho días, hubiera concluido con los facciosos que han aterrado a muchas provincias; pero estaba reservado a los navarros-vascongado dar esta prueba más al mundo entero de su carácter, valor y franqueza: abandonaron la causa de don Carlos, se abrazaron con los defensores de la Reina Isabel y no necesitan más que su palabra para singularizarse concluyendo con la facción. La paz queda asegurada: ha sido un tremendo desengaño para los secuaces del despotismo”.
2) Los testimonios escritos; memorias, exilio y redención
La historia, sin embargo, la escriben los vencedores. Aunque también, como en estos casos, los vencidos. Afortunadamente tenemos sobradas muestras de la opinión de la derrota desde las ópticas liberales como de las tradicionalistas, cosa que no pasa tanto con la prensa, más unánime en lo referido a la causa liberal.
Sobre la derrota carlista, en primer lugar, habla El Príncipe Lichnowsky, aristócrata extranjero que, como muchos otros, vinieron a luchar a España al servicio de la causa tradicionalista, en este caso entre 1837 y 1839. En sus memorias, al final, Lichnowsky afirma;
“El día 14, a las dos de la tarde, todas las alturas que rodean a Urdax estaban cubiertas de enemigos y el Rey, a caballo, seguido por todas las tropas, se trasladó a la frontera. Este descendió de las alturas y nuestros fusileros se retiraron haciendo fuego. Llegados al puente de Dancharinea, la guardia de Carlos V pisó el territorio francés.
Las tropas, colocadas entre dos filas de soldados franceses, fueron encaminadas a Saint-Pée. No se ocultó a las autoridades francesas la expresión de sombría tristeza que se retrataba en nuestras caras.
El Rey parecía resignado, había renunciado a toda esperanza y no sabía qué suerte le deparaba el porvenir. Uno de nosotros expresó el temor de que el gobierno francés le retuviera como prisionero y él rechazó esta idea diciendo que sería inaudito que faltase de este modo a la palabra empeñada. Bayona estaba llena de carlistas que no encontraban alojamiento; se formó en la plaza un grupo numeroso de españoles que querían despedirse de su Soberano”.
Del otro lado de la trinchera, se manifiesta el teniente general Fernando Fernández de Córdova, Marqués de Mendigorría, militar que entonces empezaba su carrera al servicio de las armas liberales;
“La desunión profunda que se introdujo en las filas del enemigo embarazando el manejo y el empleo de sus tropas, los odios y rencores personales que surgieron entre sus jefes imposibilitando la acción eficaz y directa del designado para dirigirlas, el cansancio de todos, la convicción a que llegaron de que les era imposible vencer y dominar un pueblo que aborrecía sus principios, aun cuando ellos mismos se considerasen invencibles en sus montañas, la torpe política de su Rey, entregándose a la dominación y al consejo del partido clerical que le había envuelto…estos fueron y no otras, las causas que hicieron rendir las armas en Vergara. No hubo allí himnos que entonar a la Diosa de la Victoria”.
Según los historiadores, lo que siguió a la derrota y la retirada de los dirigentes carlistas fue uno de los mayores exilios vistos hasta el momento de españoles huyendo de su país que en nada tenían que envidiar al tantas veces publicitado exilio liberal con Fernando VII o el posterior republicano en 1939.
Así lo manifiesta el historiador Antonio Manuel Moral Roncal;
“El 1 de octubre de 1840, el número de carlistas refugiados en Francia era algo superior a los 26.000, de los cuales 18.000 entraban en las categorías de suboficiales, soldados y artesanos. El Gobierno de Madrid concedió una serie de amnistías parciales que, redujo progresivamente este contingente”.
En cuanto al trato ofrecido a los vencidos, los historiadores también son muy explícitos al respecto.
El historiador Mark Lawrence afirma;
“Algunos de los que buscaban refugio fueron soldados a partir de 1839 cuando un gran contingente del ejército carlista se negó a aceptar el Convenio de Vergara. La difícil situación de los refugiados en tiempo de guerra quedó eclipsada por las emigraciones masivas de 1839.
Unas 27.000 personas cruzaron a Francia después de 1839, para encontrarse atrapadas entre la escila de un gobierno anfitrión cada vez más hostil y el Caribdis de un vengativo gobierno español de posguerra.
El cónsul español en Bayona urgió a Madrid a ejercer toda la presión que pudiera sobre el gobierno francés para que internara a los carlistas. En 1839, al generalísimo Espartero le preocupaba que los exiliados armados que volvían pudiesen estropear su victoria”.
Otro estudioso de la emigración carlista fue Rafael Rodríguez-Moñino, que escribe;
“Sea como fuere y según dice González de la Cruz, todos los días se veían pasar la frontera multitud de realistas. Se lanzaban impávidos en medio de la desgracia y la miseria, abandonando el suelo do nacieron. Causaba compasión ver tan bizarros jóvenes, desnudos y denegridos por el hambre y la calamidad…los padres lloraban por sus hijos, los hijos por sus padres…días de dolor y de quebranto.
¿Cuántos fueron estos hombres? A 10.000 elevan la cantidad algunos autores, pero según otros, el número subiría a 31700 hasta julio de 1840. En todo caso, la cifra oscila entre veinte y veinticinco mil. Cantidad suficiente para obligar moralmente a Cabrera a tratar con las autoridades francesas sobre la suerte de estos valientes soldados”.
Por último, el escritor tradicionalista por excelencia, Melchor Ferrer;
“Carlos V se preocupaba muchísimo de la situación de los emigrados, por lo que no es de extrañar que en octubre de 1839 procurara recoger dinero para el auxilio de los emigrados. Que hubo asistencia económica lo demuestra el hecho de que en diciembre se habían recibido 2000 duros del Rey. Los batallones internados en Francia marcharon siendo mal recibidos en general por el pueblo francés.
Comienza ahora el periodo de la emigración carlista, en que éstos, reducidos a la miseria, sufrieron con abnegación y heroísmo ejemplar una de las pruebas más duras que puede soportar el hombre. Los desvelos de los legitimistas franceses atenuaron algo esta pobreza y este sacrificio tan resignadamente soportado”.
A pesar de la extrema dureza mostrada por las autoridades liberales vencedores y por el gobierno francés, no faltaron, sin embargo, ya a partir de 1840 en adelante voces y actitudes por todas partes proclives a ir suavizando el trato y relajando algo la mano para con los vencidos y derrotados carlistas.
Así, el martes 1 de diciembre de 1840, aparece en la Gaceta de Madrid un Decreto oficial firmado por El Duque de la Victoria, en que manifiesta;
“Terminada felizmente la guerra civil, es de suma importancia olvidar aquellos errores sobre los cuales se pueda echar un velo sin perjuicio del Estado. Algunos individuos y aun corporaciones han acudido al Gobierno solicitando que se sobresea en los procesos por delitos políticos, se adopte otra disposición equivalente para restituir al seno de sus familias a muchos individuos, a quienes pudo extraviar una imaginación acalorada sin corromper su corazón. Natural y sencillamente se presenta la idea de una amnistía. La Reina Doña Isabel II, y en su nombre la Regencia provisional del Reino, decreta lo siguiente:
Artículo 1.° Se concede la más amplia y general amnistía a todas las personas procesadas, sentenciadas o sujetas a responsabilidad por delitos políticos cometidos desde 19 de Julio de 1837 hasta esta fecha, exceptuándose solo los que hayan tenido por objeto favorecer la causa del Pretendiente, y no estén comprendidos en el convenio de Vergara; acerca de los cuales se resuelve por decreto separado.
Art. 2.° Se sobreseerá desde luego y sin costas en los procesos pendientes por delitos amnistiados; y las personas que por éstos se hallaren presas sufriendo alguna condena o en camino para sufrirla, serán puestas inmediatamente en plena libertad, sin nota alguna, dejándose también libres a disposición de sus dueños los bienes que estuvieren secuestrados o embargados por razón de tales delitos”.
Con el mismo talante se manifestaba en una pastoral el Vicario General gobernador eclesiástico del obispado de Gerona, Don Juan Manuel Calleja, según recoge la Gaceta de Madrid del 14 de agosto de 1840;
“El cruel azote de la intestina guerra con que nos ha afligido durante siete años, ha cesado por su divina misericordia y a los amargos días van a suceder otros más placidos que amaneció en los para siempre célebres campos de Vergara.
A nosotros toca hacer sentir más vivamente esta necesidad. Trabajemos ahora en la grande obra de la reconciliación, trabajemos sin descanso en moralizar el pueblo, inculcándole las obligación en que se halla de acatar las leyes y de obedecer a los magistrados que mandan en su nombre, y la justicia entonces hermanada con la paz reinará en la tierra y nos procurarán luengos días de quietud y sosiego”.
Incluso, destacados ya pensadores de la España de la época como Jaime Balmes, en un escrito publicado en Barcelona en agosto de 1844;
“Lo hemos dicho varias veces y lo repetiremos aquí: en no haciendo entrar como elemento de gobierno a ese partido a quien se desdeña, es imposible, absolutamente imposible, establecer en España nada sólido y duradero.
Y con este modo tan singular de fin a las discordias civiles pretenderán quizás haber hecho una obra maestra de política. ¿Así comprendéis el corazón del hombre? ¿Así habéis estudiado la historia? ¿Así habéis consultado la experiencia? ¿Así esperáis convertir y hacer creer a vuestros adversarios que pueden darse por contentos con un indulto y con una mirada de protectora benevolencia?
Los verdaderos hombres de Estado mirarán ciertamente la cosa con ojos muy diferentes: ellos saben que cuando obran en el fondo de un gran partido principios que no perecen, cuando se combinan con poderosos intereses, no hay otro medio que transigir, que atraer a ese partido haciéndole concesiones que le pongan en igual rango que a los demás, que darle puntos de apoyo en que vea garantido el cumplimiento de las promesas; en una palabra, hacerle entrar de una manera real y efectiva como elemento de gobierno.
Si esto no se hace en España con el partido carlista, vanos son todos los esfuerzos para asegurar la tranquilidad pública y labrar la prosperidad de la nación: aun suponiendo que él no intente nada, que se mantenga del todo inofensivo, totalmente pacífico, le basta dejar a sus adversarios solos en la arena para que éstos se combatan incesantemente y se arrebaten alternativamente el poder, turbando de continuo el país y conduciéndole a un extremo de desquiciamiento y anarquía".
En definitiva, como hemos visto, a la doble derrota de las filas carlistas en el norte, en 1839 y el este en 1840, le siguieron duros años de exilio, miserias, descalificaciones e incomprensión del gobierno nacional, de gran parte del país y de sus vecinos del extranjero.
Las difamaciones brotaban por la prensa, los discursos y la actitud de intolerancia que durante años tuvieron que sufrir miles de tradicionalistas que, en el exilio francés o en el exilio español interior, fueron víctimas de una ardorosa campaña de odio y desprestigio que en nada o poco tiene que envidiar a la sufrida por los liberales en diversas ocasiones entre 1814 y 1833 o, posteriormente, por los republicanos desde 1939.
De hecho, llama la atención la similitud en tantas ocasiones del trato recibido por los exiliados carlistas en 1839-40 y republicanos desde 1939, con la sola diferencia de que la causa de unos y de otros resulta amable o amistosa al público o a la historiografía posterior que, en unos casos ha exaltado ese sacrificio y ese sufrimiento y, en otros, salvo honradas ocasiones, ha sido increíble e inexplicablemente silenciado.
Bibliografía;
-Sesión del Congreso de los Diputados. Domingo 1 de septiembre de 1839.
-El Correo Nacional, 7 de julio de 1840. Hemeroteca Digital B.N.E.
-“Recuerdos de la guerra carlista”. Príncipe Lichnowsky.
-“Mis memorias íntimas”. Fernando Fernández de Córdova, Marqués de Mendigorría.
-“Las guerras carlistas”. Antonio Manuel Moral Roncal.
-“Las guerras civiles españolas”. Mark Lawrence.
-“El exilio carlista en la España del XIX”. Rafael Rodríguez-Moñino.
-“Historia del tradicionalismo español”. Melchor Ferrer.
-Gaceta de Madrid.
-“La situación y las necesidades del país”. Jaime Balmes.
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