viernes, 18 de octubre de 2019

El Desastre de Annual



"En Ceuta supimos lo que pasaba: los moros habían matado a toda la guarnición de Melilla y estaban a las puertas de la ciudad. Los libros de historia lo llaman el Desastre de Melilla o la Derrota española de 1921; dan lo que se llama los hechos históricos. No sé nada de ellos, con excepción de lo que leí después en estos libros. Lo que yo conozco es parte de la historia nunca escrita, que creó una tradición en las masas del pueblo, infinitamente más poderosa que la tradición oficial. Los periódicos que yo leí mucho más tarde describían una columna de socorro que había embarcado en el puerto de Ceuta, llena de fervor patriótico, para liberar Melilla.

Los periódicos estaban llenos de cabeceras gritando horrores que nosotros aún no habíamos encontrado. Así nos fuimos alejando de la ciudad, adentrándonos en el campo abierto, y vimos el horror. 

Una gran casa acribillada de balas. La cal blanca saltada de sus paredes mostrando detrás los ladrillos como salpicaduras de sangre. En el patio un caballo muerto, el vientre rajado como por la cornada de un toro furioso, las entrañas azules vivas de moscas y una de sus patas inexistente, cortada por el anca. En las ventanas del primer piso, uno, dos, tres, cinco muertos, un muerto en cada ventana, alguno con un agujero limpio en la frente, caído como una muñeca de la que se ha escapado el aserrín, otros hundidos en el charco de su propia sangre. 

Cartuchos vacíos rodando por el suelo, sonando a cada paso como cascabeles, haciéndonos escurrir cómicamente delante de los muertos. En los cuartos del piso bajo, huellas sangrientas, huellas de hombres arrastrados por los hombros con la sangre corriendo a lo largo de sus piernas y trazando con los talones dos paralelas vacilantes como tiza roja sobre las losas de piedra. 

Y el cuarto del fondo: Un niño se ha apoderado del puchero donde mamá hizo el chocolate. Primero se pintó la cara y las manos, después embadurnó sus piernecitas y su traje, la mesa y las sillas. Saltó de la silla al suelo y dejó caer un goterón de chocolate. Paseó sus dedos por las paredes y dejó la estampa de su mano en cada rincón, en cada mueble, en líneas y rayas, en ganchos y jeroglíficos. Saltando de alegría en su júbilo de ver manchurrones en cada cosa limpia, metió el pie en el puchero y salpicó el chocolate sobre las paredes, tratando de llegar muy alto. 

Era tan delicioso el juego que hundió ambas manos en el pote y salpicó rociadas de gotas grandes y chicas por todas partes, hasta en el techo. En el mismo centro de la habitación, un gran charco está ya seco y pegajoso. En el cuarto de atrás había cinco hombres muertos. Estaban empapados en su propia sangre, la cara, las manos, los uniformes, el cabello, las botas. La sangre había hecho charcos en el suelo, manchurrones en las paredes, goterones en el techo, plastrones en cada rincón. Sobre cada sitio limpio, blanqueado, había pintadas manos, manos con cinco, con dos, con un dedo, manos sin dedos, dedos sin manos, aplastados y monstruosos. 

Una mesa y unas sillas eran un montón de astillas. Millones de moscas zumbando incesantes, que se emborrachaban en el festín, sobre la huella de un pulgar en la pared, sobre los labios del cadáver del rincón de la izquierda. Pero no puedo describir el olor. Penetramos en él como se entra en las aguas de un río. Nos sumergimos en él y allí no había ni fondo ni superficie; no había escape. Saturaba los vestidos y la piel, se filtraba a través de la nariz en la garganta y en los pulmones, nos hacía toser, estornudar, vomitar. 

El olor disolvía nuestra sustancia humana. La empapaba instantáneamente y la convertía en una masa viscosa. Frotarse las manos era frotar dos manos que no eran más de uno, dos manos que parecían pertenecer a un cadáver en corrupción, pegajosas e impregnadas de olor. Amontonamos los muertos en el patio sobre el caballo, los rociamos de petróleo y prendimos fuego a la pila. Apestaba a carne asada y vomitábamos. Aquel día comenzamos a vomitar y seguimos vomitando días y días incontables".


"La forja de un rebelde". Arturo Barea.

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