"El fin, pues, mayor y principal de los hombres que se unen en comunidades políticas y se ponen bajo el gobierno de ellas, es la preservación de su propiedad; para cuyo objeto faltan en el estado de naturaleza diversos requisitos.
Porque en el estado de naturaleza, dejando a una parte su libertad para inocentes deleites, tiene el hombre dos poderes. El primero es el de hacer cuanto estimare conveniente para la preservación de sí mismo y de los demás adentro de la venia de la ley natural. El otro poder que al hombre acompaña en el estado de naturaleza es el de castigar los crímenes contra aquella ley cometidos.
El fin sumo de los hombres, al entrar en sociedad, es el goce de sus propiedades en seguridad y paz, y el sumo instrumento y medio para ello son las leyes en tal sociedad establecidas, por lo cual la primera y fundamental entre las leyes positivas de todas las comunidades políticas es el establecimiento del poder legislativo, de acuerdo con la primera y fundamental ley de naturaleza que aun al poder legislativo debe gobernar. Esta es la preservación de la sociedad y, hasta el extremo límite compatible con el bien público, de toda persona de ella. El poder legislativo no sólo es el sumo poder de la comunidad política, sino que permanece sagrado e inalterable en las manos en que lo pusiera la comunidad.
Ni puede ningún edicto de otra autoridad cualquiera, en forma alguna imaginable, sea cual fuere el poder que lo sustentare, alcanzar fuerza y obligamiento de ley sin la sanción del poder legislativo que el público ha escogido y nombrado. Aunque el poder legislativo, ya sito en uno o en varios, ya de continuo en existencia o sólo a intervalos, sea el sumo poder de toda república, en primer lugar, ni es ni puede ser en modo alguno, absolutamente arbitrario sobre las vidas y fortunas de las gentes. Pues no constituyendo sino el poder conjunto de todos los miembros de la sociedad, traspasado a una persona o asamblea que legisla, no acertará la entidad de este poder a sobrepujar lo que tales personas hubieren tenido en estado de naturaleza antes que en sociedad entraren, y traspasado luego a la comunidad.
Porque nadie puede transferir a otro más poder del que encerrare en sí, y nadie sobre sí goza de poder absoluto y arbitrario, ni sobre los demás tampoco, que le permitiere destruir su vida o arrebatar la vida o propiedad ajena. El hombre, como se probó, no puede someterse al poder arbitrario de otro; y no teniendo en el estado de naturaleza arbitrario poder sobre la vida, libertad o posesión de los demás, sino sólo el que la ley de naturaleza le diera para la preservación de sí mismo y el resto de los hombres, este es el único que rinda o pueda rendir a la república, y por ella al poder legislativo; de suerte que éste no lo consigue más que en la medida ya dicha. Está ese poder, aun en lo más extremado de él, limitado al bien público de la sociedad.
El poder supremo no puede quitar a hombre alguno parte alguna de su propiedad sin su consentimiento. Porque siendo la preservación de la propiedad el fin del gobierno, en vista del cual entran los hombres en sociedad, supone y requiere necesariamente que el pueblo de propiedad goce, sin lo cual sería fuerza suponer que perdieran al entrar en la sociedad lo que constituía el fin para su ingreso en ella: absurdo demasiado tosco para que a él se atenga nadie.
Aunque en una república bien constituida, hincada sobre su propia base y obrando según su naturaleza, esto es, empleada en la preservación de la comunidad, no haya sino un poder supremo que es el legislativo, al que todos los demás están y deben estar subordinados, con todo, siendo el legislativo, por modo único, poder fiduciario para la consecución de ciertos fines, permanece todavía en pleno el poder supremo de remover o alterar el legislativo, cuando descubriere funcionar éste contrariamente a la confianza en él depositada.
Porque hallándose todo poder, confiado en vista de un fin, por él limitado, siempre que el final objeto fuere manifiestamente descuidado resistido, la confianza vendrá necesariamente a ser objeto de extinción legal, y el poder devuelto, a las manos que lo dieran y que de nuevo podrán ponerlo en las que entendieran más aptas para su sosiego y seguridad".
"Ensayo sobre el gobierno civil". John Locke.
"En cada Estado hay tres clases de poderes: el poder legislativo, el poder ejecutivo de las cosas relativas al derecho de gentes, y el poder ejecutivo de las cosas que dependen del derecho civil.
En virtud del primero, el príncipe o jefe del Estado hace leyes transitorias o definitivas, o deroga las existentes.
Por el segundo, hace la paz o la guerra, envía y recibe embajadas, establece la seguridad pública y precave las invasiones.
Por el tercero, castiga los delitos y juzga las diferentes entre particulares. Se llama a este último poder judicial, y al otro poder ejecutivo del Estado.
La libertad política de un ciudadano es la tranquilidad de espíritu que proviene de la confianza que tiene cada uno en su seguridad: para que esta libertad exista, es necesario un gobierno tal que ningún ciudadano pueda temer a otro.
Cuando el poder legislativo y el poder ejecutivo se reúnen en la misma persona o el mismo cuerpo, no hay libertad; falta la confianza, porque puede temerse que el monarca o el Senado hagan leyes tiránicas y las ejecuten ellos mismos tiránicamente.
No hay libertad si el poder de juzgar no está bien deslindado del poder legislativo y del poder ejecutivo. Si no está separado del poder legislativo, se podría disponer arbitrariamente de la libertad y la vida de los ciudadanos; como que juez sería legislador.
Si no está separado del poder ejecutivo, el juez podría tener la fuerza de un opresor. Todo se habría perdido si el mismo hombre, la misma corporación de próceres, la misma asamblea del pueblo ejerciera los tres poderes: el de dictar las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los delitos o los pleitos entre particulares.
En casi todos los reinos de Europa, el gobierno es moderador; porque el rey ejerce los dos primeros poderes dejándoles a sus súbditos el ejercicio del tercero".
"El espíritu de las leyes". Montesquieu.
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