"Como carniceros metódicos y bien entrenados en el campo de batalla y como ciudadanos de la tierra de la Inquisición, Cortés y sus hombres, que llegaron a México en 1519, estaban acostumbrados a las muestras de crueldad y a los derramamientos de sangre. El hecho de que los aztecas sacrificaran metódicamente seres humanos no debió sorprenderles demasiado, puesto que los españoles y otros europeos quebraban metódicamente los huesos de las personas en el potro, arrancaban brazos y piernas en luchas de la cuerda entre caballos y se libraban de las mujeres acusadas de brujería quemándolas en la hoguera. Pero no estaban totalmente preparados para lo que encontraron en México.
En ningún otro lugar del mundo se había desarrollado una religión patrocinada por el estado, cuyo arte, arquitectura y ritual estuvieran tan profundamente dominados por la violencia, la corrupción, la muerte y la enfermedad. En ningún otro sitio los muros y las plazas de los grandes templos y los palacios estaban reservados para una exhibición tan concentrada de mandíbulas, colmillos, manos, garras, huesos y cráneos boquiabiertos. Los testimonios oculares de Cortés y su compañero conquistador, Bernal Díaz, no dejan dudas con respecto al significado eclesiástico de los espantosos semblantes representados en piedra. Los dioses aztecas devoraban seres humanos.
Comían corazones humanos y bebían sangre humana. Y la función explícita del clero azteca consistía en suministrar corazones y sangre humanos frescos a fin de evitar que las implacables deidades se enfurecieran y mutilaran, enfermaran, aplastaran y quemaran a todo el mundo. Los españoles vieron por primera vez el interior de un templo azteca principal como invitados de Moctezuma, el último de los reyes aztecas. Moctezuma todavía no había tomado una decisión con respecto a las intenciones de Cortés —error que poco después le resultaría fatal— cuando invitó a los españoles a subir los 114 escalones de los templos gemelos de Uitzilopochtli y Tlaloc, que se encontraban en la cumbre de la pirámide más alta de Tenochtitlán, en el centro de lo que hoy es Ciudad de México.
Mientras subían los escalones, escribió Bernal Díaz, otros templos y santuarios «todos de un blanco resplandeciente» aparecieron ante sus ojos. En el espacio abierto de la cumbre de la pirámide «se alzaban las grandes piedras donde colocaban a los pobres indios escogidos para el sacrificio». Allí también había «una voluminosa imagen como de un dragón, y otras figuras fúnebres y mucha sangre derramada ese mismo día». Después Moctezuma les permitió ver la imagen de Uitzilopochtli, con su «rostro muy ancho y los ojos monstruosos y terribles», delante del cual «quemaban los corazones de tres indios que habían sido sacrificados ese día». Las paredes y el suelo del templo «estaban tan salpicadas e incrustadas de sangre que aparecían negras» y «todo el lugar apestaba de modo detestable». En el Templo de Tlaloc también todo estaba cubierto de sangre, «tanto las paredes como el altar, y el hedor era tal que apenas podíamos esperar el momento de salir de allí».
La principal fuente de alimento de los dioses aztecas estaba constituida por los prisioneros de guerra, que ascendían por los escalones de las pirámides hasta los templos, eran cogidos por cuatro sacerdotes, extendidos boca arriba sobre el altar de piedra y abiertos de un lado a otro del pecho con un cuchillo de obsidiana esgrimido por un quinto sacerdote. Después, el corazón de la víctima —generalmente descrito como todavía palpitante— era arrancado y quemado como ofrenda. El cuerpo bajaba rodando los escalones de la pirámide, que se construían deliberadamente escarpados para cumplir esta función.
Si volvemos a los aztecas, vemos que la contribución singular de su religión no fue la introducción del sacrificio humano sino su refinamiento a lo largo de determinadas sendas destructivas. Lo más notable es que los aztecas transformaron el sacrificio humano de un derivado ocasional de la suerte en el campo de batalla en una rutina según la cual no pasaba un día sin que alguien no fuera tendido en los altares de los grandes templos como los de Uitzilopochtli y Tlaloc. Y los sacrificios también se celebraban en docenas de templos menores que se reducían a lo que podríamos denominar capillas vecinales.
Dado que los ejércitos aztecas eran miles de veces más numerosos que los de los hurones o los de los tupinamba, podían capturar millares de prisioneros en una sola batalla. Además de los sacrificios cotidianos de pequeñas cantidades de prisioneros y esclavos en los santuarios mayores y menores, podían realizarse sacrificios masivos que implicaban centenares y miles de víctimas para conmemorar acontecimientos especiales. Por ejemplo, los cronistas españoles se enteraron de que en 1487, durante la consagración de la gran pirámide de Tenochtitlán, cuatro filas de prisioneros de tres kilómetros de largo cada una fueron sacrificados por un equipo de verdugos que trabajaron día y noche durante cuatro jornadas.
El demógrafo e historiador Sherburne Cook calculó dos minutos por sacrificio y llegó a la conclusión de que el número de víctimas relacionadas con ese acontecimiento específico ascendía a 14.100. La escala de estos rituales podría rechazarse por exagerada si no fuera por los encuentros de Bernal Díaz y Andrés de Tapia con hileras de cráneos humanos metódicamente ordenados, y por ello fáciles de contar, en las plazas de las ciudades aztecas. Díaz escribe que en la plaza de Xocotlán: "había pilas de cráneos humanos dispuestos con tanta regularidad que uno podía contarlos y los calculé en más de cien mil. Vuelvo a repetir que había más de cien mil".
De su encuentro con la enorme estantería de cráneos en el centro de Tenochtitlán, Tapia escribió:
"Los postes estaban separados por algo menos de una vara [aproximadamente un metro] y atestados de varillas en cruz de arriba hacia abajo y en cada varilla había cinco cráneos atravesados a la altura de las sienes: el que escribe y un tal Gonzalo de Umbría contaron las varillas en cruz y al multiplicar por cinco cabezas cada varilla de un poste a otro, como he dicho, descubrimos que había 136 mil cabezas".
Pero eso no era todo. Tapia también describe dos altas torres erigidas exclusivamente con cráneos unidos con cal, en las que había un número incalculable de cabezas y mandíbulas. Sherburne Cook fue el primer antropólogo moderno que rechazó un enfoque sentimental del enigma del sacrificio azteca: «Por muy potente que sea, ningún impulso puramente religioso puede mantenerse con éxito durante un período considerable de tiempo en oposición a una resistencia económica fundamental.» Cook sostuvo que la guerra y los sacrificios aztecas formaban parte de un sistema para regular el crecimiento demográfico.
Asimismo, Cook calculó que el efecto combinado de las muertes por combate y los sacrificios producían un aumento anual del 25 por ciento en la tasa de mortalidad. Puesto que «la población alcanzaba la máxima concordante con los medios de subsistencia... el efecto de la guerra y los sacrificios habrían sido muy eficaces para controlar cualquier incremento demográfico indebido». Esta teoría supuso un adelanto con respecto a sus predecesoras pero, evidentemente, tiene defectos en su núcleo. Los aztecas no podrían haber controlado la población del Valle de México mediante la guerra y los sacrificios humanos.
Sólo Harner merece el honor de haber resuelto el enigma del sacrificio azteca. Como afirma Harner, en realidad no existe ningún misterio con respecto a lo que ocurría con los cadáveres, ya que todos los relatos de los testigos oculares coinciden en líneas generales. Todo aquel que sepa de qué modo los tupinamba, los hurones y otras sociedades aldeanas se libraban de sus víctimas de sacrificios, deberían ser capaces de arribar a la misma conclusión: las víctimas eran comidas.
¿Por qué sólo en Mesoamérica los dioses alentaron el canibalismo? Como propone Harner, creo que debemos buscar la respuesta tanto en los agotamientos específicos del ecosistema mesoamericano bajo el impacto de siglos de intensificación y de crecimiento demográfico, como en los costos y beneficios de utilizar carne humana como fuente de proteínas animales a falta de opciones más baratas.
Como ya he dicho, al final del período glacial Mesoamérica quedó en un estado de agotamiento mayor que cualquier otra región en lo que se refiere a recursos animales. El crecimiento constante de la población y la intensificación de la producción, bajo la influencia coactiva de la administración de los imperios clásicos de las tierras altas, eliminaron virtualmente la carne animal de la dieta de las personas comunes. Naturalmente, la clase dirigente y sus acólitos siguieron disfrutando de exquisiteces como perros, pavos, patos, ciervos, conejos y pescados.
Pero, como afirma Harner, los plebeyos —a pesar de la expansión de las chinampas— con frecuencia se vieron obligados a comer las algas extraídas de la superficie del lago Texcoco. Aunque el maíz y las judías en cantidades suficientes podían suministrar todos los aminoácidos esenciales, las reiteradas crisis de producción a lo largo del siglo XV determinaron que las raciones proteínicas quedaran reducidas con frecuencia a niveles que habrían justificado biológicamente un poderoso anhelo de carne. Además, siempre había escasez de todo tipo de grasas.
¿Es posible que la redistribución de la carne de las víctimas de los sacrificios haya mejorado significativamente el contenido de proteínas y de grasas de la dieta de la nación azteca? Si la población del Valle de México era de dos millones y la cantidad de prisioneros disponibles para la redistribución por año sólo ascendía a quince mil, la respuesta es negativa.
Pero la cuestión está mal planteada. La pregunta no debería plantear hasta qué punto estas redistribuciones caníbales contribuían a la salud y la energía del ciudadano medio, sino hasta qué punto los costos y beneficios del control político experimentaron un cambio favorable a consecuencia de utilizar carne humana para recompensar a grupos selectos en períodos cruciales.
Si un dedo de la mano o del pie era todo lo que uno podía esperar, probablemente el sistema no habría funcionado. Pero si la carne era suministrada a la nobleza, los militares y sus acólitos en paquetes concentrados, y si la provisión era sincronizada para compensar los déficit del ciclo agrícola, quizá la coyuntura habría sido suficiente para que Moctezuma y la clase gobernante evitaran la caída política.
Si este análisis es correcto, debemos considerar sus implicaciones inversas, es decir, que la disponibilidad de especies animales domesticadas jugó un papel importante en la prohibición del canibalismo y en el desarrollo de religiones de amor y misericordia en los estados e imperios del Viejo Mundo".
"Caníbales y reyes. Los orígenes de la cultura" en su Capítulo 9, "El reino caníbal". Marvin Harris.
No hay comentarios:
Publicar un comentario