Este comportamiento extremo de encierro requería habitualmente de un recinto reducidísimo, que en ocasiones llegaba a ser muy insalubre.
Se trataba de ínfimos cubículos comunicados con el templo por medio de una ventanita a través de la cual podían seguir los oficios litúrgicos. Otra rejilla abierta hacia el exterior permitía la entrega de alimentos por parte de sus familiares o vecinos que veían en ellas auténticos modelos de santidad.
No hay que olvidar que su encierro voluntario no lo era tanto por la salvación de su alma, sino por la de toda la comunidad. Algunas llegaron a alcanzar tal grado de admiración que se convirtieron en consejeras y sanadoras a las que se hacían encargos específicos a cambio de limosna.
Estos favores solían ser de oraciones, pero también de hilados y artesanías. Incluso en algunas mandas testamentarias y actas capitulares estas solitarias aparecen como receptoras de importantes donaciones".
"La luz y el misterio de las catedrales". José María Pérez Peridis.
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