Nadie pase sin hablar al portero, o los viajeros en Vitoria.
"¿Por qué no ha de tener España su portero, cuando no hay casa medianamente grande que no tenga el suyo?
En Francia eran antiguamente los suizos los que se encargaban de esta comisión; en España parece que la toman sobre sí algunos vizcaínos.
Y efectivamente, si nadie ha de pasar hasta hablar con el portero, ¿cuándo pasarán los de allende si se han de entender con un vizcaíno?
El hecho es que desde París a Madrid no había antes más inconveniente que vencer que 365 leguas, las landas de Burdeos y el registro de la puerta de Fuencarral.
Pero hete aquí que una mañana se levantan unos cuantos alaveses (Dios los perdone) con humor de discurrir, caen en la cuenta de que están en la mitad del camino de París a Madrid, como si dijéramos estorbando, y hete que exclaman:
–Pues qué, ¿no hay más que venir a pasar? ¡Nadie pase sin hablar al portero!
De entonces acá cada alavés de aquellos es un portero, y Vitoria es un cucurucho tumbado en medio del camino de Francia; todo el que viene entra; pero hacia la parte de acá está el fondo del cucurucho, y fuerza es romperle para pasar.
Pero no ocupemos a nuestros lectores con inútiles digresiones.
Amaneció en Vitoria y en Álava uno de los primeros días del corriente, y amanecía poco más o menos como en los demás países del mundo; es decir, que se empezaba a ver claro, digámoslo así, por aquellas provincias, cuando una nubecilla de ligero polvo anunció en la carretera de Francia la precipitada carrera de algún carruaje procedente de la vecina nación.
Dos importantes viajeros, francés el uno, español el otro, envuelto éste en su capa y aquel en su capote, venían dentro.
El primero hacía castillos en España, el segundo los hacía en el aire, porque venían echando cuentas acerca del día y hora en que llegar debían a la villa de Madrid leal y coronada (sea dicho con permiso del padre Vaca).
Llegó el veloz carruaje a las puertas de Vitoria, y una voz estentórea, de estas que salen de un cuerpo bien nutrido, intimó la orden de detener a los ilusos viajeros.
–¡Hola! ¡Eh! –dijo la voz–, nadie pase.
–¡Nadie pase! –repitió el español.
–¿Son ladrones? –dijo el francés.
–No, señor –repuso el español asomándose–, son de la aduana.
Pero ¿cuál no fue su admiración cuando, sacando la cabeza del empolvado carruaje, echó la vista sobre un corpulento religioso, que era el que toda aquella bulla metía?
Dudoso todavía el viajero, extendía la vista por el horizonte por ver si descubría alguno del resguardo; pero sólo vio otro padre al lado, y otro más allá, y ciento más repartidos aquí y allí como los árboles en un paseo.
–¡Santo Dios! –exclamó–. ¡Cochero! Este hombre ha equivocado el camino; ¿nos ha traído usted al yermo o a España?
–Señor –dijo el cochero–, si Álava está en España, en España debemos de estar.
–Vaya, ¡poca conversación! –dijo el padre, cansado ya de admiraciones y asombros–; conmigo es con quien se las ha de haber usted, señor viajero.
–¡Con usted, padre! ¿Y qué puede tener que mandarme su reverencia?
Mire que yo vengo confesado desde Bayona, y de allá aquí maldito si tuvimos ocasión de pecar, ni aun venialmente, mi compañero y yo, como no sea pecado viajar por estas tierras.
–Calle –dijo el padre–, y mejor para su alma. En nombre del Padre, y del Hijo...
–¡Ay, Dios mío! –exclamó el viajero, erizados los cabellos–, que han creído en este pueblo que traemos los malos y nos conjuran.
–Y del Espíritu Santo –prosiguió el padre–; apéense y hablaremos.
Aquí empezaron a aparecerse algunos facciosos y alborotados, con un Carlos V cada uno en el sombrero por escarapela.
Nada entendía a todo esto el francés del diálogo; pero bien presumía que podía ser negocio de puertas. Apeáronse, pues, y no bien hubo visto el francés a los padres interrogadores:
–¡Cáspita! –dijo en su lengua, que no sé cómo lo dijo–, ¡y qué uniforme tan incómodo traen en España las gentes del resguardo, y qué sanos están y qué bien portados!
Nunca hubiera hablado en su lengua el pobre francés.
–¡Contrabando! –clamó el uno.
–¡Contrabando! –clamó otro; y «contrabando» fue repitiéndose de fila en fila.
Bien como cuando cae una gota de agua en el aceite hirviendo de una sartén puesta a la lumbre, álzase el líquido hervidor y bulle, y salta, y levanta llama, y chilla, y chisporrotea, y cae en el hogar, y alborota la lumbre, y subleva la ceniza, espelúznase el gato inmediato que descansado junto al rescoldo dormía, quémanse los chicos, y la casa es un infierno; así se alborotó, y quemó, y se espeluznó y chilló la retahíla de aquel resguardo de nueva especie, compuesto de facciosos y de padres, al caer entre ellos la primera palabra francesa del extranjero desdichado.
–Mejor es ahorcarle –decía uno, y servía el español al francés de truchimán.
¡Cómo ha de ser mejor! –exclamaba el infeliz.
–Conforme –reponía uno–: veremos.
–¿Qué hemos de ver –clamaba otra voz– sino que es francés?
Calmose, en fin, la zalagarda; metiéronlos con los equipajes en una casa, y el español creía que soñaba y que luchaba con una de aquellas pesadillas en que uno se figura haber caído en poder de osos, o en el país de los caballos, u Hounhoins, como Gulliver.
Figúrese el lector una sala llena de cofres y maletas, provisiones de comer, barriles de escabeche y botellas, repartidas aquí y allí, como suele verse en las muestras de las lonjas de ultramarinos.
¡Ya se ve!: era la intendencia. Dos monacillos hacían en la antesala con dos voluntarios facciosos el servicio que suelen hacer los porteros de estrado en ciertas casas, y un robusto sacristán, que debía de ser el portero de golpe, los introdujo.
Varios carlistas y padres registraban allí las maletas, que no parecía sino que buscaban pecados por entre los pliegues de las camisas, y otros varios viajeros, tan asombrados como los nuestros, se hacían cruces como si vieran al diablo.
Allá en un bufete, un padre más reverendo que los demás, comenzó a interrogar a los recién llegados.
¿Quién es usted? –le dijo al francés.
Y el francés, callado, que no entendía. Pidiósele entonces el pasaporte.
–¡Pues!, francés –dijo el padre–. ¿Quién ha dado este pasaporte?
–Su Majestad Luis Felipe, rey de los franceses.
–¿Quién es ese rey? Nosotros no reconocemos a la Francia, ni a ese don Luis.
Por consiguiente, este papel no vale. ¡Mire usted –añadió entre dientes–, si no habrá algún sacerdote en todo París que pueda dar un pasaporte, y no que nos vienen con papeles mojados!
¿A qué viene usted?
–A estudiar este hermoso país –contestó el francés con aquella afabilidad tan natural en el que está debajo.
–¿A estudiar, eh? Apunte usted, secretario; estas gentes vienen a estudiar; me parece que los enviaremos al tribunal de Logroño... ¿Qué trae usted en la maleta? Libros... pues... Recherches sur... al sur ¿eh? Este Recherches será algún autor de máximas; algún herejote.
Vayan los libros a la lumbre. ¿Qué más? ¡Ah!, una partida de relojes: a ver... London... ése será el nombre del autor. ¿Qué es esto?
–Relojes para un amigo relojero que tengo en Madrid.
–De comiso –dijo el padre, y al decir de comiso, cada circunstante cogió un reloj, y metióselo en la faltriquera.
Es fama que hubo alguno que adelantó la hora del suyo para que llegara más pronto la del refectorio.
–Pero, señor –dijo el francés–, yo no los traía para usted...
–Pues nosotros los tomamos para nosotros.
–¿Está prohibido en España el saber la hora que es? –preguntó el francés al español.
–Calle –dijo el padre–, si no quiere que se le exorcice –y aquí le echó la bendición por si acaso. Aturdido estaba el francés, y más aturdido el español.
Habíanle entretanto desvalijado a éste dos de los facciosos, que con los padres estaban, hasta del bolsillo, con más de tres mil reales que en él traía
–¿Y usted, señor de acá? –le preguntaron de allí a poco–, ¿qué es? ¿Quién es?
–Soy español y me llamo don Juan Fernández.
–Para servir a Dios –dijo el padre.
–Y a Su Majestad la Reina nuestra señora –añadió muy complacido y satisfecho el español.
–¡A la cárcel! –gritó una voz–. ¡A la cárcel! –gritaron mil.
–Pero, señor, ¿por qué?
–¿No sabe usted, señor revolucionario, que aquí no hay más reina que el señor rey don Carlos V, que felizmente gobierna la monarquía sin oposición ninguna?
–¡Ah! Yo no sabía...
–Pues sépalo, y confiéselo, y..
–Sé y confieso, y... –dijo el amedrentado dando diente con diente.
–¿Y qué pasaporte trae? También francés... Repare usted, padre secretario, que estos pasaportes traen la fecha del año 1833. ¡Qué deprisa han vivido estas gentes!
–¿Pues no es el año en que estamos? ¡Pesia mí! –dijo Fernández, que estaba ya a punto de volverse loco.
–En Vitoria –dijo enfadado el padre, dando un porrazo en la mesa– estamos en el año 1.º de la cristiandad, y cuidado con pasarme de aquí.
–¡Santo Dios! ¡En el año 1.º de la cristiandad!
¿Conque todavía no hemos nacido ninguno de los que aquí estamos? –exclamó para sí el español–. ¡Pues vive Dios que esto va largo!
Aquí se acabó de convencer, así como el francés, de que se había vuelto loco, y lloraba el hombre y andaba pidiendo su juicio a todos los santos del Paraíso.
Tuvieron su club secreto los facciosos y los padres, y decidiéronse por dejar pasar a los viajeros; no dice la historia por qué; pero se susurra que hubo quien dijo, que si bien ellos no reconocían a Luis Felipe, ni le reconocerían nunca jamás, podría ocurrir que quisiera Luis Felipe venir a reconocerlos a ellos, y por quitarse de encima la molestia de esta visita, dijeron que pasasen, mas no con pasaportes, que eran nulos evidentemente por las razones dichas.
Díjoles, pues, el que hacía cabeza sin tenerla:
–Supuesto que ustedes van a la revolucionaria villa de Madrid, la cual se ha sublevado contra Álava, vayan en buen hora, y cárguenlo sobre su conciencia: el Gobierno de esta gran nación no quiere detener a nadie; pero les daremos pasaportes válidos.
Extendióseles enseguida un pasaporte en la forma siguiente:
†
AÑO PRIMERO DE LA CRISTIANDAD
Nos fray Pedro Jiménez Vaca, concedo libre y seguro pasaporte a don Juan Fernández, de profesión católico, apostólico y romano, que pasa a la villa revolucionaria de Madrid a diligencias propias; deja asegurada su conducta de catolicismo.
–Yo, además, que soy padre intendente, habilitado por la Junta Suprema de Vitoria, en nombre de Su Majestad el Emperador Carlos V, y el padre administrador de correos que está ahí aguardando el correo de Madrid, para despacharlo a su modo, y el padre capitán del Resguardo, y el padre Gobierno que está allí durmiendo en aquel rincón, por quitarnos de quebraderos de cabeza con la Francia, quedamos fiadores de la conducta de catolicismo de ustedes; y como no somos capaces de robar a nadie, tome usted, señor Fernández, sus tres mil reales en esas doce onzas, que es cuenta cabal –y se las dio el padre efectivamente.
Tomó Fernández las doce onzas, y no extrañó que en un país donde cada 1833 años no hacen mas que uno, doce onzas hagan tres mil reales.
Dicho esto, y hecha la despedida en regla del padre prior, y del desgobernador Gobierno que dormía, llegó la mala de Francia, y en expurgar la pública correspondencia, y en hacernos el favor de leer por nosotros nuestras cartas quedaba aquella nación poderosa y monástica ocupada a la salida de entrambos viajeros, que hacia Madrid se venían, no acabando de comprender si estaban real y efectivamente en este mundo, o si habían muerto en la última posada sin haberlo echado de ver; que así lo contaron en llegando a la revolucionaria villa de Madrid, añadiendo que por allí nadie pasa sin hablar al portero".
La planta nueva, o el faccioso.
Verdad es que hay en España muchos terrenos que producen ricos facciosos con maravillosa fecundidad; país hay que da en un solo año dos o tres cosechas; puntos conocemos donde basta dar una patada en el suelo, y a un volver de cabeza nace un faccioso.
El faccioso participa de las propiedades de muchas plantas; huye, por ejemplo, como la sensitiva al irle a echar mano; se cierra y esconde como la capuchina a la luz del sol, y se desparrama de noche; carcome y destruye como la ingrata hiedra el árbol a que se arrima; tiende sus brazos como toda planta parásita para buscar puntos de apoyo; gústanle sobre todo las tapias de los conventos, y se mantiene, como esos frutos, de lo que coge a los demás; produce lluvia de sangre como el polvo germinante de muchas plantas, cuando lo mezclan las auras a una leve lluvia de otoño; tiene el olor de la asafétida, y es vano como la caña; nace como el cedro en la tempestad, y suele criarse escondido en la tierra como la patata; pelecha en las ruinas como el jaramago; pica como la cebolla, y tiene más dientes que el ajo, pero sin tener cabeza; cría, en fin, mucho pelo como el coco, cuyas veces hace en ocasiones.
El faccioso echa también, a manera de ramas, dos piernas y dos brazos, uno a cada lado, que tienen sus manojos de dedos, como púas una espiga; presenta faz y rostro, y al verle, cualquiera diría que tiene ojos en la cara, pero sería grave error; distínguese esencialmente de los demás seres en estar dotado de sinrazón.
Por eso no se puede decir que el faccioso tenga inteligencia, sólo porque se le vean hacer cosas que parezcan indicarlo; lo más que se puede deducir es que es sabia, admirable, incomprensible la naturaleza.
Los facciosos, por ejemplo, sin embargo de su gusto por el despoblado, júntanse, como los lobos, en tropas, por instinto de conservación; se agarran con todas sus ramas al perdido caminante o al descarriado caballo; le chupan el jugo y absorben su sangre, que es su verdadero riego, como las demás plantas el rocío.
Otra cosa más particular. Es planta enemiga nata de la correspondencia pública; dondequiera que aparece un correo, nacen en el acto, de las mismas piedras, facciosos por todas partes; rodéanle, enrédanle sus ramas entre las piernas, súbensele por el cuerpo como la serpentaria, y le ahogan; si no suelta la valija, muere como Laomedonte, sin poderse rebullir; si ha lugar a soltarla, sálvase acaso.
Planta es, pues, perjudicial y aun perjudicialísima, el faccioso; pero también la naturaleza, sabia en esto como en todo, que al criar los venenos crió al paso los antídotos, dispuso que se supiesen remedios especiales a los cuales no hay mata de facciosos que resista.
Por lo demás, podemos concluir que ningún cuidado puede dar a un labrador bien intencionado la acumulación del faccioso, pues es cosa muy experimentada que en el último apuro la planta es también de invierno, como si dijéramos de cuelga; y es evidente y sabido que una vez colgado este pernicioso arbusto y altamente separado de la tierra natal que le presta el jugo, pierde como todas las plantas su virtud, es decir, su malignidad.
Tiene de malo este último remedio que para proceder a él es necesario colgarlos uno a uno, y es operación larga.
Somos enemigos, además, de los arbitrios desesperados, y así, en nuestro entender, de todos los medios contra facciosos parécenos el mejor el de la pólvora, y más eficaz aún la aplicación de luces que los agostan, y ante las cuales perecen corridos y deslumbrados.
Los tres no son más que dos, y el que no es nada vale por tres.
"Voy por la calle y se me antojan aún caretas las caras, y disfraces los trajes y uniformes.
Tres comparsas le llenaban, a lo que entonces me pareció.
La menos numerosa era compuesta toda de viejos ¡rara aprensión!, pero gordos y robustos; para hacer gente y engruesarse iba derramando su dinero con tanto sigilo, como si fuese mal adquirido y peor conservado; pero a cada moneda que daban, ¡cosa rara!, perdían carnes y fuerzas.
Toda esta comparsa andaba hacia atrás, más como quien huye que como quien anda; para lo cual traían la cabeza y los pies vueltos del revés, que hacían rara figura.
Andaban desbandados a causa de hallarse su jefe a diligencias propias; pero en cambio presumían serlo todos.
Seguía a esta comparsa una porción de pobres, rotos y malparados, con una venda en los ojos como pintan a la fe, creyendo a pies juntillas cuanto aquéllos les decían, y tomando varios dijes de poco valor en cambio de sus servicios.
De cuando en cuando dábanles los magnates de la comparsa un palo, y unos respondían «¡viva!» y otros respondían «¡gracias!».
Raros trajes se veían entre ellos, pero ninguno pasaba del siglo XVIII. Retazos de manteos, cruces y veneras, papel de Italia, espadines de Toledo, tal cual estrella en la frente, látigo en la mano, calzón, peluquín y hebillas.
Color general blanco como la leche. Conversación poca; chispa ninguna.
La segunda traía jefe, o por mejor decir representante; gente nueva, y la más barbilampiña; flaca aún como muchacho que está creciendo; conocíase a legua que no habían tenido tantas ocasiones de comer como los otros.
No andaban, sino corrían; todo eran piernas. Bailaban todos a una, y hacían los mismos pasos; encogíanse los altos, empinábanse los bajos; todo su prurito era andar iguales; al menor desnivel había gira y algazara.
Pedían la palabra, y tomaban lo demás. Venían vestidos de telas de institución, color de garantía: el disfraz era lo mejor que traían; si bien a muchos se les traslucían por debajo juboncillos de ambición, con tal cual cenefilla de empleo, y se conocía que no estaban hechos a usarlos, porque a los más les venían anchos.
Éstos no repartían dinero, sino periódicos; dábanlos con audacia y a venga lo que venga; si alguno se perdía o se interceptaba malamente, otro al puesto, como quien tenía el molde en casa.
Por el contrario de los otros, a cada periódico que daban ganaban carnes y razón. Las caretas eran discursos históricos de sucesión.
Iban encendiendo las luces, que la primera comparsa apagaba siempre que podía; pero el salón estaba iluminado, de donde era fuerza inferir que se encendían más deprisa que se apagaban.
Seguía a éstos una turba desigual hambrienta de felicidad; verdad es que nunca la habían catado.
Unos eran gordos, otros flacos; unos tenían tres piernas, otros una; uno tres ojos, otro medio; quién era gigante, quién lilipuciano. «Se os igualará», les iban diciendo los magnates, «nada más fácil», y lo creían sin mirarse despacio unos a otros, el tonto y el discreto el tullido y el sano, el pobre y el rico.
Éstos creían en la felicidad de este mundo; los primeros en la del otro. Su conversación buena, su chispa mucha, y mayor el ruido que metían. Color general, negro.
Era el resto de la concurrencia la mayoría; pero se conservaba a cierta distancia del que parecía su jefe.
Era el color de éste un atornasolado claro, que visto de distintos puntos lejanos parecía siempre un color diferente, pero en llegando a él no se le podía llamar color.
Éste y los suyos no andaban, aunque lo parecía, porque marcaban el paso; conociendo que no había para qué, unos traían pies, y otros los traían de plomo.
De medio cuerpo arriba venía vestido a la antigua española, de medio cuerpo abajo a la moderna francesa, y en él no era disfraz, sino su traje propio y natural.
Ni era alto, ni bajo, ni gordo, ni flaco; sutil como cuerpo glorioso, y máscara, en fin, racional, si las hubo nunca. No traía careta, sino que enseñaba una cara de risa que a todos quería dar contento.
Era su comparsa gente pasiva y estacionaria, de esta que tiene y no quiere perder, que no tiene por qué moverse, miedosa, que teme perniquebrarse a cada paso, escarmentada ya y paralítica, envilecida con el sufrimiento y bien avenida a todo, o despreocupada, que se ríe de los hombres y sus partidos.
Éstos no decían nada, ni aplaudían, ni censuraban; traían caretas de yeso, miraban a una comparsa, miraban a otra, y ora temblaban, y ora reían.
En realidad no hacían cuenta con su jefe; éste era el que contaba con ellos; es decir, con su inercia.
En una palabra, parecían tres las comparsas y no eran más que dos.
Cuando yo entré en el baile, acababan de separarse; hasta entonces habían bailado mezclados, porque hasta entonces no había faltado bastonero que los había hecho bailar a todos a un mismo son.
Apenas tuve tiempo de reconocer lo que llevo descrito, cuando se dirigieron a mí varios de la primera comparsa.
-¡Ah, Fígaro maldito! Aquí está. ¡Nadie pase sin hablar al portero! ¡La planta nueva!
¿Sabes que nos has hecho más daño que un cañón?
«Mala entrada es ésta», dije yo para mí.
-Mira -prosiguieron-, tú debes ser tonto. ¿Qué provecho has sacado de tus artículos?
-El gusto de escribir lo que pienso, y me sobra.
-Eso por un lado, y por otro el que te ahorquemos, si... ¡desigual es el partido!
-Ya me pondré a distancia respetable.
-Vente con nosotros.
-Gracias.
-Te irá mejor; no hallarás rivales, porque no escribimos; te daremos una prebenda.
-Soy casado.
-Te daremos un empleo en correos y podrás interceptar las cartas.
-No soy curioso.
-Andarás por esas breñas.
-No soy peregrino.
-Dormirás al sereno.
-Más quiero dormir sereno.
-Tendrás inquisición y rey absoluto.
-Lo agradezco, pero es tarde.
-¡Matarle! ¡Matarle!
-¡Ea, dejad a Fígaro! -dijeron los de la segunda comparsa, sacándome de entre ellos-. Éste es nuestro, enteramente nuestro. ¿No es verdad, Fígaro?
-¡De corazón!
-¡Bravo! Tú también eres igual.
-Y si no soy igual, me es igual todo.
-Andad -decían unos-, hipócritas; a nosotros no nos embromaréis, porque os conocemos; ahora andáis con careta del Pretendiente, pero es mentira; vosotros existíais antes que él.
Vosotros triunfasteis malamente en Villalar en nombre de otro Carlos V; desde entonces no dejó de crecer un punto vuestra audacia; vosotros fuisteis los que el año 14 engañasteis a un rey y perdisteis a un pueblo; vosotros los que el año 23...
-¡Silencio! -respondieron los otros-. ¿Qué nos echáis en cara? Echaos la culpa a vosotros mismos, que dos veces fuisteis los amos, y dos veces...
-Sí, pero no tengáis cuidado; a la tercera...
-Veremos.
-Sí; vosotros lo que queréis es embaucar al pueblo con vuestros sortilegios, cubrirle los ojos y taparle la boca para beber su sangre que os engorda; el favoritismo, el absolutismo, el oscurantismo, el fanatismo, el egoísmo... ésas son vuestras virtudes... ése es el Carlos V que proclamáis; y lo demás es farsa y mascarada. Quitaos esas caretas de ley de Felipe V, que ya os hemos conocido.
-¡Miren! -contestaban los ofendidos-; ¿y qué queréis vosotros? ¿Queréis hacer felices a los pueblos? Broma y más broma.
Igualdad, para tener todos derecho a todo, representaciones nacionales para ocupar un puesto en ellas, porque todos hacéis oficio de leer y escribir, y pensáis que hablando... y los empleos, en fin, que por tantos años tuvimos nosotros, y las rentas que nos comemos y...
-Y bien, y bien; ¿y hay nada más justo? Nosotros haremos el bien público, haciendo el nuestro, aun sin querer hacerlo...
-¡Careta! ¡Pretexto!
-Pretexto, sí; pero más noble que el vuestro. En nosotros tendrá la sucesión directa...
-¡Fuera, fuera la careta! ¡También os conocemos!
-¡Holgazanes!
-¡Ambiciosos!
Al llegar aquí la broma, exasperáronse unas y otras máscaras, y, ¡oh!, ¡qué noche de horror y de confusión!
-¡A ellos, a ellos! -gritaron unos y otros desenvainando sus armas.
-¡Revolucionarios! -gritaron los viejos.
Revolucionarios precisamente... no... «fautores de asonadas»... -interrumpió el justo medio.
-¡Fanáticos! -gritaron los jóvenes.
-No, fanáticos, no... «ilusos», «incautos».
-¡Ignorantes!
-¡Incrédulos!
-Señores, todos tienen ustedes razón; la unión, la cultura, un justo medio... ni uno ni otro... las dos cosas...
-¡Nosotros queremos todo nuevo!
-No, nuevo no -dijo el justo medio.
-¡Nosotros todo viejo!
-No, viejo no -repuso el atornasolado.
-¡Nosotros lo negro!
-¡Nosotros lo blanco!
-Todo, bien, todo; si se puede, todo; está entendido; daremos un blanco que tire a negro, y un negro que tire a blanco.
Restablecida la paz y el silencio, desapareció a mis ojos el baile y ambos partidos con él; halleme en medio de Madrid repitiendo para mí: «Los tres no son más que dos, y el que no es nada vale por tres».
La policía
"Pues luego, si ha hecho bienes al país, no hay para qué ponerlo en cuestión.
A la policía debió el desgraciado Miyar su triste fin; y como ha dicho muy bien otro orador, a la policía se debió sin duda alguna aquella inocente treta por la cual se sonsacó de Gibraltar a un célebre patriota para acabarlo en territorio español, con toda nobleza y valentía.
Pero ¿a qué más ejemplos? De cuantos liberales han muerto judicialmente asesinados en los diez años, acaso no habrá habido uno que no haya tenido algo que agradecer a esa brillante institución.
Ahora bien: continuador el año 35 y heredero universal, como se ha pretendido, de los diez años mal pudiera rehusar herencia tan legítima; así hemos visto a nuestra policía recientemente hacer prodigios en punto a conspiraciones.
La policía se divide en política y en urbana. Y es cosa tan buena una como otra.
Por la primera, supongamos que sabe usted que se habla en un café, en una casa, o que no se habla, pero que tiene usted un enemigo; ¿quién no tiene un enemigo?
Va usted a la policía, y con contar el caso, y con añadir que en la casa tienen pacto con «Isabelinos», y que detrás del «viva de ordenanza» está tapada la anarquía, hace usted prender a su enemigo.
La otra policía es urbana. Ésta es todavía más cosa buena que la otra. Entre las ventajas que produce nos contentaremos con los pasaportes, con los cuales va usted adonde quiere y adonde le dejan.
Probada, pues, hasta la evidencia la bondad de la policía, ¿cómo pudiéramos no agregarnos al voto de los 50 señores procuradores que han perdido la última votación?
Poco vale por cierto nuestra opinión; no somos desgraciadamente ni procuradores ni inviolables, pero en cambio tendremos policía por lo menos; pagaremos en compañía de nuestros compatriotas ocho millones para que nos averigüen nuestras conversaciones, nuestros pensamientos, nuestros... y si algún día la policía nos prende, como es probable, por anarquistas, exclamaremos con justo entusiasmo: «¡Buena cárcel nos mamamos! ¡Pero buen dinero nos cuesta!».
Un reo de muerte
"Pero nos apartamos demasiado de nuestro objeto; volvamos a él; este hábito de la pena de muerte, reglamentada y judicialmente llevada a cabo en los pueblos modernos con un abuso inexplicable, supuesto que la sociedad al aplicarla no hace más que suprimir de su mismo cuerpo uno de sus miembros, es causa de que se oiga con la mayor indiferencia el fatídico grito que desde el amanecer resuena por las calles del gran pueblo, y que uno de nuestros amigos acaba de poner atinadísimamente por estribillo a un trozo de poesía romántica:
Para hacer bien por el alma
del que van a ajusticiar.
Leída y notificada al reo la sentencia, y la última venganza que toma de él la sociedad entera, en lucha por cierto desigual, el desgraciado es trasladado a la capilla, en donde la religión se apodera de él como de una presa ya segura; la justicia divina espera allí a recibirle de manos de la humana.
Horas mortales transcurren allí para él; gran consuelo debe de ser el creer en un Dios, cuando es preciso prescindir de los hombres, o, por mejor decir, cuando ellos prescinden de uno.
La vanidad, sin embargo, se abre paso al través del corazón en tan terrible momento, y es raro el reo que, pasada la primera impresión, en que una palidez mortal manifiesta que la sangre quiere huir y refugiarse al centro de la vida, no trata de afectar una serenidad pocas veces posible.
Esta tiránica sociedad exige algo del hombre hasta en el momento en que se niega entera a él; injusticia por cierto incomprensible; pero reirá de la debilidad de su víctima.
Parece que la sociedad, al exigir valor y serenidad en el reo de muerte, con sus constantes preocupaciones, se hace justicia a sí misma, y extraña que no se desprecie lo poco que ella vale y sus fallos insignificantes
Llegada la hora fatal entonan todos los presos de la cárcel, compañeros de destino del sentenciado, y sus sucesores acaso, una salve en un compás monótono, y que contrasta singularmente con las jácaras y coplas populares, inmorales e irreligiosas, que momentos antes componían, juntamente con las preces de la religión, el ruido de los patios y calabozos del espantoso edificio.
El que hoy canta esa salve se la oirá cantar mañana.
Enseguida, la cofradía vulgarmente dicha de la Paz y Caridad recibe al reo, que, vestido de una túnica y un bonete amarillos, es trasladado atado de pies y manos sobre un animal, que sin duda por ser el más útil y paciente, es el más despreciado, y la marcha fúnebre comienza.
Un pueblo entero obstruye ya las calles del tránsito.
Las ventanas y balcones están coronados de espectadores sin fin, que se pisan, se apiñan, y se agrupan para devorar con la vista el último dolor del hombre.
No sé por qué al llegar siempre a la plazuela de la Cebada mis ideas toman una tintura singular de melancolía, de indignación y de desprecio.
No quiero entrar en la cuestión tan debatida del derecho que puede tener la sociedad de mutilarse a sí propia; siempre resultaría ser el derecho de la fuerza, y mientras no haya otro mejor en el mundo, ¿qué loco se atrevería a rebatir ése?
Pienso sólo en la sangre inocente que ha manchado la plazuela; en la que la manchará todavía.
¡Un ser que como el hombre no puede vivir sin matar, tiene la osadía, la incomprensible vanidad de presumirse perfecto!
Mientras estas reflexiones han vagado por mi imaginación, el reo ha llegado al patíbulo; en el día no son ya tres palos de que pende la vida del hombre; es un palo sólo; esta diferencia esencial de la horca al garrote me recordaba la fábula de los Carneros de Casti, a quienes su amo proponía, no si debían morir, sino si debían morir cocidos o asados.
Sonreíame todavía de este pequeño recuerdo, cuando las cabezas de todos, vueltas al lugar de la escena, me pusieron delante que había llegado el momento de la catástrofe; el que sólo había robado acaso a la sociedad, iba a ser muerto por ella; la sociedad también da ciento por uno: si había hecho mal matando a otro, la sociedad iba a hacer bien matándole a él.
Un mal se iba a remediar con dos. El reo se sentó por fin. ¡Horrible asiento! Miré el reloj: las doce y diez minutos; el hombre vivía aún...
De allí a un momento una lúgubre campanada de San Millán, semejante el estruendo de las puertas de la eternidad que se abrían, resonó por la plazuela; el hombre no existía ya; todavía no eran las doce y once minutos. «La sociedad –exclamé– estará ya satisfecha: ya ha muerto un hombre.»".
"Artículos de costumbres". Mariano José de Larra.