sábado, 4 de junio de 2022

Los reyes taumaturgos


 

"Estamos, pues, pisando terreno firme cuando llegamos a la conclusión siguiente: Roberto el Piadoso, el segundo de los Capetos, estaba considerado por sus súbditos como dueño del poder de curar las enfermedades. 

Sus sucesores heredaron ese poder; pero al transmitirse de generación en generación, esta virtud dinástica se modificó o, mejor dicho, se fue precisando poco a poco: se concibió la idea de que el tacto real era operante, no contra todas las enfermedades en forma indistinta, sino particularmente contra una de ellas, de las más extendidas: las escrófulas. En el reinado de Felipe el propio nieto de Roberto, esta transformación ya se había completado.

El milagro real se presenta ante todo como la expresión de una cierta concepción del poder político supremo. Desde este punto de vista, explicarlo será referirlo al conjunto de ideas y creencias de las que fue una de las manifestaciones más características.  

Si nos detuviéramos allí, dejaríamos escapar precisamente lo particular, pues quedaría por explicar por qué razones el rito de curación, surgido de un movimiento de pensamientos y sentimientos comunes a toda una parte de Europa, apareció en determinado momento y no en otro, tanto en Francia como en Inglaterra, y no en otra parte. 

Sí, el milagro de las escrófulas se emparenta incontestablemente con todo un sistema psicológico que se puede calificar de “ primitivo”, por dos razones. En primer término, porque lleva la marca de un pensamiento todavía poco evolucionado y muy sumergido en lo irracional; y también porque se lo encuentra en estado particularmente puro en las sociedades que hemos convenido en llamar “primitivas".

Los reyes de Francia e Inglaterra pudieron convertirse en médicos milagrosos porque eran ya, desde hacía tiempo, personajes sagrados: “sanctus ením et christus Dom ini est” [“en verdad es santo y ungido del Señor” ], decía Pedro de Blois de su señor Enrique II, con el fin de justificar sus virtudes taumatúrgicas. Convendrá exponer, pues, en primer término, cómo el carácter sagrado de la realeza llegó a ser reconocido, antes de explicar la asociación de ideas que de una manera muy natural extrajo de este carácter, como una especie de conclusión evidente, el poder de curación de aquellos que de él estaban revestidos.

Los reyes, entre los germanos, salían únicamente de algunas familias nobles: lo que debe entenderse, sin duda, como de algunas familias dotadas en forma hereditaria de una virtud sagrada. Los reyes pasaban por seres divinos, o al menos descendientes de dioses. “ Los godos — nos dice textualmente Jordanes— atribuían sus victorias a la influencia positiva que emanaba de sus príncipes, y jamás quisieron ver en éstos simples hombres".

Les daban el nombre de “Ases”, es decir, semidioses. Esta palabra, Ases, aparece también en las antiguas lenguas escandinavas y servía, en efecto, para designar a los dioses, o a ciertas categorías de ellos. 

Conservamos varias genealogías reales anglosajonas y todas se remontan a Wotán. De esta fe en el origen sobrenatural de los reyes provenía un sentimiento de lealtad general, no referido a tal o cual individuo: la primogenitura no existía; el derecho hereditario en el seno de la dinastía estaba mal establecido. Era posible cambiar al soberano, pero con la condición de que el nuevo perteneciera siempre a la misma dinastía. 

Una revolución religiosa, en efecto, asestará un golpe muy duro a la antigua concepción de la realeza sagrada, tal como floreció entre los germanos: el advenimiento del cristianismo, que la privó de su  apoyo natural, el paganismo nacional. 

Los reyes subsistieron en cuanto jefes de Estado; incluso por un momento, con posterioridad a las invasiones, su poder político fue más fuerte que nunca. Pero al menos en el plano oficial dejaron de ser considerados personajes divinos. Sin duda que las viejas ideas no se borraron de golpe y es probable que persistieran, de manera más o menos solapada, en la conciencia popular.

En suma, en los reinos surgidos de las invasiones, una multitud de recuerdos de origen diverso, germánico o romano-oriental, mantenía en torno a la realeza una atmósfera de veneración casi religiosa; pero ninguna institución regular dio sustentación a este vago sentimiento. Y en definitiva fue la Biblia la que proporcionó el medio de reintegrar a la legalidad cristiana la realeza sagrada de las viejas épocas, ya que ella aportó comparaciones útiles. 

Y ahora recordemos qué eran los reyes. Casi todo el mundo creía en su “santidad”, como decía Pedro de Blois. Pero hay más. ¿De dónde les venía esa “santidad” ? 

En su mayor parte, sin duda, y a los ojos del pueblo, de esa predestinación en la que las masas, guardianas de las ideas arcaicas, no habían dejado de creer jamás; pero también, desde los tiempos carolingios, y más precisa y cristianamente, de un rito religioso: la unción. En otros términos, de este óleo bendito que, por otra parte, les parecía a tantos enfermos el más eficaz de los remedios. 

Así, los reyes se hallaban doblemente designados para el papel de bienhechores taumaturgos: primero, por su carácter sagrado visto en sí mismo; y más particularmente por la más visible y respetable de las fuentes de las que provenía en ellos este carácter. ¿Cómo no iba a vérselos tarde o temprano como capaces de impartir curaciones?.

Sin embargo, no estuvieron preparados para curar de inmediato, tan pronto fue establecida la unción real, ni en los estados de Europa occidental ni en cualquier país. Las consideraciones generales que acabamos de exponer no bastan para explicar la aparición en Francia e Inglaterra del rito del tacto. 

Sólo nos muestran que los espíritus se hallaban preparados, unos para imaginar, otros para admitir tales prácticas. Para explicar su nacimiento en una fecha precisa y en un medio determinado hay que recurrir a hechos de otro orden que se pueden calificar de más fortuitos, ya que suponen, en un grado más alto, el juego de voluntades individuales.

Los reyes médicos se vieron llevados muy naturalmente a reproducir los actos inmutables que una larga tradición, popularizada por las vidas de los santos, les proporcionaba a los taumaturgos. Al igual que los piadosos curanderos cuyas historias se relataban por entonces, también los reyes tocaron con su mano a los enfermos; casi siempre, según parece, sobre las propias partes infectadas. 

Repetían de este modo un uso muy antiguo, contemporáneo de las más remotas creencias de la humanidad: el contacto de dos cuerpos, efectuado de una manera u otra, pero más particularmente por intermedio de las manos, siempre pareció el medio más eficaz para transmitir fuerzas invisibles de persona a persona. 

A este viejo gesto mágico se le agregó otro, también tradicional de su tiempo pero específicamente cristiano: la señal de la cruz, hecha sobre los pacientes o sobre sus heridas. Y se decía que trazando la imagen sagrada, los santos habían triunfado sobre las enfermedades en varías ocasiones. Los reyes siguieron su ejemplo, en Francia desde Roberto II y en Inglaterra también, al parecer, desde el origen. 

Además, el signo divino acompañaba todas las acciones importantes de la vida de la gente devota, por lo que resultó muy natural que santificara también el rito de curación.

Mediante ese gesto, el rey manifestaba, a los ojos de todos, que él ejercía en nombre de Dios su poder milagroso. La expresión que emplean corrientemente los relatos ingleses es muy característica: para indicar que el rey toca a los enfermos, suelen decir simplemente que “les hace la señal”.

Cuando los reyes cumplían el acto taumatúrgico, no guardaban silencio. Muy antiguamente los reyes de Francia adoptaron el hábito de acompañar el doble gesto tradicional con algunas frases consagradas. Godofredo de Beaulieu nos informa que cuando San Luis tocaba las partes enfermas, pronunciaba ciertas palabras “apropiadas a las circunstancias y sancionadas por la costumbre, perfectamente santas y católicas”.

¿Deben de ser las mismas palabras “santas y  devotas” que Felipe el Hermoso, según se cuenta, le enseñó en su lecho de muerte al príncipe Luis, su sucesor — o mejor se las recordó,  porque no debían tener nada de muy secreto— ?  ¿Cuáles eran estas palabras? 

Tenemos que resignarnos a ignorarlas. La fórmula estereotipada que adoptaron más tarde nuestros  monarcas: “ El rey te toca, Dios te cura”, está documentada apenas a partir del siglo XVI. Pero ni esta frase, ni ninguna otra análoga, parece haber sido utilizada jamás del otro lado de la Mancha. Esto no significa que los soberanos ingleses permanecieran mudos, sino que lo que salía de su boca eran únicamente plegarias.

El rey de Francia, instrumento elegido por la gracia de lo Alto, médico maravilloso al que se imploraba como a un santo en casi toda la catolicidad, no era un simple soberano temporal, ni a los ojos de sus súbditos ni a los suyos propios. Tenía algo de divino, por lo que no se creía obligado a doblar la cabeza delante de Roma. 

¿Quién podrá saber jamás qué secreto orgullo pudo inspirar en el alma de Felipe el Hermoso la conciencia de su poder taumatúrgico? O bien, ¿cuánto reconfortaría a sus fieles, en las horas difíciles, el espectáculo de los enfermos de todas las naciones agolpándose a su puerta?.

Cuando estudiamos el nacimiento del tacto, creímos descubrirle una causa profunda y algunas causas ocasionales. La causa profunda era la creencia en el carácter sobrenatural de la realeza; las causas ocasionales fueron, en Francia, la política de la dinastía capeta en sus comienzos, y en Inglaterra la ambición y la habilidad del rey Enrique I. 

La creencia era común a toda la Europa occidental. Lo que faltó en los otros estados fueron, pues, únicamente, las circunstancias  particulares que permitieron en Francia y en Inglaterra que nociones hasta entonces un poco vagas se revistieran en los siglos XI y XII  de una forma institucional precisa y estable. Se puede suponer que en Alemania las dinastías sajonas o suabas reconocían a la corona  imperial demasiada grandeza como para pensar en representar el papel de médicos. 

En los demás países ningún soberano tuvo la astucia suficiente para concebir un designio semejante, o bien la audacia o la perseverancia o el prestigio personal que se requería para lograr imponerlo. Hubo una cuota de azar o, si se quiere, de genio individual, en la génesis de los ritos francés o inglés. 

Y fue también el azar,  entendido en el mismo sentido, el que parece explicar la falta de manifestaciones análogas en otros países".


"Los reyes taumaturgos". Marc Bloch.

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